Nada sabía a lo mismo, aunque se acercaba.
Hielos fríos.
Vasos vacíos.
Ruido y más ruido.
Pitido en los oídos.
Pero me gusta.
No pensar.
Bailar hasta el amanecer.
Perder la conciencia.
Olvidar la rutina destructora.
Reír, besar con quien quiera,
como quiera, donde quiera.
Ver el amanecer desde un tren fantasma.
Y así una y otra vez...
Hasta quemar el alma.
Hasta envenenar todo lo que hay dentro de mí y debe morir.
Porque las heridas con alcohol curan rápido, aunque escueza.